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A la semana de nacer mi hijo, su historial médico pesaba más que él. A los quince días, conocía el área de Neonatología como la palma de mi mano.

Al mes, no quedaban venas en el cuerpo donde pincharle. A los dos meses, tenía un cuaderno de hojas de cálculo para no confundirme con la medicación y la alimentación. Al año, sus cosas ocupaban más que él. A los dos años, llamaba a las enfermeras y médicos del área de Pediatría por su nombre de pila. A los cinco años, recorríamos con total naturalidad los pasillos de varios hospitales de Madrid. A los ocho, teníamos que practicar tetris en el ascensor para que cupiera su silla de ruedas y todo lo que necesitaba. Y así…

¡Qué recuerdos! Se me olvida que mi hijo nació cuando yo tenía 36 años. Se nos olvida que las madres de niños con discapacidad éramos jóvenes cuando nacieron nuestros hijos. Éramos jóvenes cuando de repente nos llegó una carga muy difícil de sobrellevar. Mi vida desde entonces es como vivir en una montaña rusa, a la que yo no pedí subir y en la que pocos parecen querer acompañarme.

¿Qué significa ser madre o padre de un niño con discapacidad?

Ser madre de un niño con discapacidad significa estar dispuesta a todo. Ya. Fin.

Estar dispuesta a protegerlo, difícil, sin sobreprotegerlo nunca, mucho más difícil.

Estar dispuesta a escuchar malas noticias una detrás de otra, intentando que el alma no se te caiga a los pies, o, por lo menos, que no llegue tan abajo.

Estar dispuesta a causarte una hernia discal metiéndote en piscinas de bolas, montando en columpios, subiendo y bajando toboganes, o atravesando puentes colgantes, con tal de que tu hijo pueda disfrutar como los demás.

Estar dispuesta a vivir el momento sin pensar en el futuro, pero sin dejar de prepararlo y prepararte.

Estar dispuesta a meterte en líos arriesgados para que él pueda vivir aventuras apasionantes.

Estar dispuesta a vivir en un mundo paralelo, en el que tú ves el mundo de los demás, pero los demás parecen no ver, no querer ver o no querer comprender el tuyo.

Estar dispuesta a tirar a tu hijo a la piscina, a ponerle unas tablas de esquí, a subirlo a una tabla de surf, y a enviarlo en kayak a pasar la noche en un bosque, porque tiene derecho a disfrutar, pero también a exigirle estudiar, prepararse y formarse, porque tiene deberes que cumplir.

Estar dispuesta a perdonar que, para muchos, tu hijo sea casi invisible, un ser humano sin derechos, que, como mucho, merece un comentario condescendiente o una mirada de compasión. Por mucho que cuenten, si aparcan donde no deben, es que no comprenden.

Estar dispuesta a comerte el mundo para impedir que se lo coman a él.

Estar dispuesta a aguantar que los demás te llamen superwoman, cuando lo que realmente piensan es “¡Qué suerte he tenido, de la que me he librado!”.

Estar dispuesta a soñar por las noches que tu hijo camina aunque sepas que al abrir los ojos por la mañana lo primero que harás será cogerlo en brazos para sentarlo en su silla de ruedas.

 

Estar dispuesta a enseñar a tu hijo a valerse por sí mismo, a la vez que te despides de él, horrorizada, mientras le ves subiendo solo al autobús.

 

Estar dispuesta a celebrar con una ola que no tiene que usar una simple ortodoncia, como olvidando las decenas de operaciones y tratamientos mucho más dolorosos que ha pasado.

 

Estar dispuesta a asimilar rápidamente que nunca vas a poder conseguir todo lo que quieres y quitarle inmediatamente toda importancia.

 

Estar dispuesta a confiar en los demás, lo que puedas; en ti, mucho; y en tu hijo, completamente.

 

Estar dispuesta a multiplicarte para desempeñar bien tus múltiples papeles (madre, compañera, profesional, mujer), a costa de sentir tu corazón permanentemente dividido.

 

Estar dispuesta a no perder tu esencia y a hacer valer tu presencia, aunque te llamen de todo menos bonita.

 

Estar dispuesta a moverte a un ritmo vertiginoso para que él pueda vivir su lenta vida lenta.

 

Estar dispuesta a mejorar el mundo, para mejorar su mundo.

 

Estar dispuesta a ir al médico por un motivo, aun sabiendo que saldrás de la consulta con dos o tres problemas más, y, seguramente, más urgentes y más graves.

 

Estar dispuesta a volver a estudiar la ESO para que él pueda aprobar la ESO.

 

Estar dispuesta a decir adiós a las malas compañías y agradecer una y mil veces las buenas (sean amigas, amigos, médicas, médicos, enfermeras, enfermeros, terapeutas, monitoras, monitores, profesoras, profesores, pedagogas, pedagogos,…). Serán pocos, pero lo darán todo.

 

Estar dispuesta a poner a tu hijo en el centro de tu vida, sin perder el norte.

 

Estar dispuesta a luchar para que la gente erradique de su vocabulario las palabras “discapacitado”, “minusválido”, “paralítico cerebral” y a acostumbrarlos pacientemente a decir “persona con discapacidad”.

 

Estar dispuesta a acostumbrarte a tapar muchos agujeros teniendo solo dos manos.

 

Estar dispuesta a hacer borrón y cuenta nueva cada día.

 

Estar dispuesta a inventarte una vida que puedas vivir.

 

Estar dispuesta a no dar nada por supuesto, pero tampoco dar nada por descartado.

 

Y de repente, entre tanto ajetreo, llega un día en que, de vivir tan pegados, ves el mundo a través de los ojos de tu hijo y ¡mola! Y sonríes. Hasta convertir en un placer lo que comenzó siendo un suplicio.

 

En resumen, ser madre de un niño con discapacidad te convierte en un ser dispuesto a todo sin renunciar a nada. Aunque parece que la vida ha decidido por ti, siempre tendrás la última palabra.

 

Hace 18 años exactamente nació mi hijo.

 

¿Es agotador? Sí. ¿Merece la pena el esfuerzo? SÍ.

 

Aceptar no es lo mismo que resignarse.

 

Post Original: https://elpais.com/elpais/2018/10/03/mamas_papas/1538551760_212578.html

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